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martes, 22 de abril de 2008

Cardenal Alfonso López Trujillo: Un luchador infatigable

Cardenal Alfonso López Trujillo: Un luchador infatigable

Según explica Santiago Martín, consultor del Consejo Pontificio para la Familia

 MADRID, domingo, 20 abril 2008 (ZENIT.org).- Publicamos un artículo escrito por el sacerdote Santiago Martín, consultor del Consejo Pontificio para la Familia, fundador de los Franciscanos de María, periodista que colabora con numerosos medios de comunicación.

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Alfonso López Trujillo (8-11-1935/19-4-2008) pasará a la historia, sin duda, como un luchador que libró fervientemente dos batallas: la de la integridad del mensaje cristiano frente a la reducción manipuladora que suponía la teología de la liberación de inspiración marxista, y la de la defensa de la familia y de la vida. Si para muchos ha sido el «ultra conservador» de los pontificados de Juan Pablo II y de Benedicto XVI, la «bestia negra» de la ortodoxia --en su haber tiene el haber recibido más insultos que el propio cardenal Ratzinger--, para otros ha sido, por el contrario, el paladín de la libertad y de la verdad en los dos campos citados.

Más allá de las formas o el talante que a veces pudiera emplear --lo cual no es una cuestión insignificante en sí misma, pues junto a la claridad hay que tener siempre caridad--, López Trujillo combatió sin arredrarse a favor de lo que consideraba justo, que no era, por otro lado, más que lo que la Iglesia enseñaba como parte esencial de la verdad doctrinal y moral. No se gozaba en los insultos y en las críticas --soy testigo de cuánto le dolían--, pero nunca le vi retroceder ante ellos.

Mi relación con él comenzó hace muchos años, cuando era todavía arzobispo de Medellín. Su enfrentamiento a la teología de la liberación marxista le había granjeado el odio de ese sector de la Iglesia. En Colombia, como es sabido, una parte del clero que militaba en esa ideología, había justificado la lucha armada y el terrorismo --fueron varios los sacerdotes que tomaron las armas e incluso que dirigieron facciones de la guerrilla--. Estos atentaron contra él en el propio palacio arzobispal de Medellín y si no le mataron fue porque Dios puso su mano protectora sobre él en ese momento.

Como no se rindió, usaron el viejo sistema estalinista de denigrarle y calumniarle; le acusaron nada menos que de estar recibiendo dinero del narcotráfico. En aquel momento me puse en contacto con él para entrevistarle y darle la oportunidad de que se defendiera, oportunidad que le negaban en general los medios de comunicación. El «calumnia que algo queda» se cumplió en él al pie de la letra.

Juan Pablo II, al ver el grave peligro que corría en Colombia, le llamó al Vaticano y le puso al frente del Consejo Pontificio para la Familia. Era el año 1990. Ha dirigido ese dicasterio vaticano hasta la actualidad. En él, lo mismo que le había pasado en su contienda contra los teológos liberacionistas que justificaban el uso de la violencia, se revistió de la coraza de la verdad para, como un cruzado moderno o mejor aún como un quijote, arremeter contra los ataques que tanto la familia como la vida sufrían en las legislaciones mundiales.

Incansable, viajaba de un país a otro, de un continente a otro, dando conferencias, convocando congresos, presidiendo reuniones del más diverso tipo. Leía y escribía sin cesar, para que la campaña que llevaba adelante estuviera siempre nutrida de argumentos. Le acusaron, y aún le acusan, de ser el responsable del rechazo de la Iglesia al uso del preservativo, tanto en el campo anticonceptivo como en el de la lucha contra el sida; se lo echan en cara como si fuera un insulto, pero no dicen que sus argumentos estaban basados en estudios científicos y que él se limitaba a constatar que como el preservativo no era cien por cien fiable, basar la lucha contra el sida en él era contraproducente, pues generaba una sensación de seguridad que era falsa y, por ello, suicida.

La Iglesia pierde, con su muerte, un luchador infatigable. Colombia pierde uno de sus mejores hombres, aunque muchos en su patria no lo vean así. También España, a la que tanto quiso, pierde un gran amigo. Pero su huella, tanto en la defensa de la doctrina católica como en lo referente a las normas morales, es imperecedera. Esa batalla fue su cruz y será su gloria.






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