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viernes, 7 de diciembre de 2007

¿Quién teme al Hollywood Feroz? Consideraciones de Eduardo Segura en torno a La Brújula Dorada

¿Quién Teme al Hollywood Feroz?
Consideraciones en torno a La brújula dorada


Ficha técnica
La brújula dorada. (Título original: The Golden Compass)
Director: Chris Weitz Guión: Chris Weitz. Intérpretes: Dakota Blue Richards, Nicole Kidman, Daniel Craig, Eva Green, Sam Elliot. 100 min.

Sinopsis
Adaptación al cine de Luces del Norte, la primera de las tres novelas que componen La materia oscura (His Dark Materials), trilogía escrita por el inglés Philip Pullman en la década de los noventa del siglo pasado. La película, visualmente excepcional —como no podría ser de otro modo— y de cuidada estética retrofuturista, nos transporta a un mundo paralelo que debe mucho a la Inglaterra del siglo xix y al Oxford-Hogwarts de Harry Potter. Narra las aventuras de Lyra Belacqua, una precoz niña huérfana de 12 años que vive en el Jordan College, y que recibe de manos del rector, y por encargo de su tío Lord Asriel, un curioso objeto para que lo custodie: un “aletómetro”. Se trata de una misteriosa brújula que únicamente ella, como elegida del destino y señalada por las profecías, puede manejar. Sólo Lyra es capaz de interpretar los secretos que la brújula revela, y que le pondrán al tanto del arcano protegido por una poderosa organización, el Magisterium.

En el mundo de Lyra las almas viven fuera de los cuerpos de los seres humanos, y adoptan la forma de los más diversos animales. Por contrapartida, el malvado rey de los osos de la isla de Svalbard anhela poseer un daemon humano propio. Todas las criaturas del universo de Pullman forman parte de un cosmos cohesionado por el misterioso e innombrado polvo que mantiene unido el universo. Los enemigos que habrá de combatir la heroína son los devoradores, que procuran separar a los niños de sus daemons antes de que éstos adopten su forma definitiva, por medio de una cruel operación, la intercisión. Una misteriosa dama llamada Mrs. Coulter, que oculta sus auténticos propósitos incluso al Magisterium, al que pertenece, intentará por todos los medios capturar a Lyra y hacerse con la brújula dorada.

¿Buenas historias o simple recaudación?
La brújula dorada, última gran producción de New Line Cinema —la empresa que llevó a la pantalla El Señor de los Anillos, de la mano de Peter Jackson— acaba de desembarcar en las taquillas de Occidente. Como ya se ha indicado, la película está basada en el primer volumen de la trilogía literaria La materia oscura, del inglés Philip Pullman. Se trata de un relato que debe mucho a las aventuras de Harry Potter —especialmente en su versión cinematográfica— y muy poco, en lo literario, a las obras de C.S. Lewis y Tolkien, a pesar de los reclamos y parentescos con que está siendo presentada por la mercadotecnia, y de las declaraciones del propio autor desmintiendo tales paralelismos. Un enorme revuelo ha precedido al estreno a causa del confeso anti-catolicismo de Pullman. Sin embargo, La brújula dorada presenta suavizadas las aristas del mensaje de fondo de la trilogía literaria, lo cual no ha hecho desistir a ciertos sectores católicos y cristianos de atacar la cinta aun antes de verla, o siquiera de leer los libros. ¿Es posible encontrar un camino para el entendimiento entre tal maraña de descalificaciones mutuas?

De un tiempo —no muy lejano— a esta parte, se ha puesto de moda entre ciertos sectores cristianos y católicos de todo el mundo, una especie de conductismo “acción-reacción” que, como creyente, me sorprende y apena. Se trata de un movimiento esencialmente anglófono, de especial virulencia en los Estados Unidos, pero con mucha presencia también en Latinoamérica, y cuyos ecos llegan a España cada vez con mayor fuerza. ¿En qué se manifiesta esta corriente? A mi juicio, en los últimos años estamos viendo proliferar un cierto tipo de cristiano que percibe en numerosas manifestaciones que podríamos llamar en sentido amplio “artísticas”, una amenaza para sus creencias, para la Iglesia e incluso para la realización del reino de Dios, de una manera profunda y tristemente maniquea, que casi me atrevería a calificar de deformación del cristianismo en simple ideología.

Dejando de lado el profundo error teológico que tal visión revela, creo que es momento de señalar que muchas de estas personas, que se han aposentado en las trincheras rechazando todo cuanto huela a ataque a la Iglesia o a su jerarquía, ven peligro en cada nuevo hito comercial que se nos sirve, bien calentito y aderezado por la propaganda, en forma de libro y/o película, antes incluso de analizar si se trata de arte verdadero, o bien si, simplemente, nos encontramos ante el enésimo montaje comercial pensado exclusivamente como objeto de consumo y explotación económica. No hace mucho nos tocó vivir algo parecido con El código Da Vinci y su correspondiente esperpéntica versión cinematográfica de la mano del pretencioso y estéticamente insoportable Ron Howard. Muchos hicieron sonar entonces las trompetas de alarma, como si un enemigo más fuerte que el mismo Enemigo, hubiese puesto sitio al propio Dios. ¿Dónde quedan ahora aquellos miedos apocalípticos?

Como católico y como estudioso de la obra de John Ronald Tolkien y Clive Staples Lewis, veo el análisis de este fenómeno no sólo como algo conveniente, sino necesario. Tal necesidad deriva, a mi juicio, de la grave pusilanimidad que esta actitud de rechazo sistemático y poco informado denota en muchos de esos sectores de creyentes que ven amenazas en todas partes. Considero que la pusilanimidad, vicio contrario a la valentía y a la audacia —dos virtudes de honda raigambre cristiana— se caracteriza en nuestra época por un nuevo ingrediente: un cierto cinismo que fácilmente es consecuencia del aburguesamiento. ¿A qué me refiero? No, por supuesto, a la falta de tensión espiritual en quienes son presas de ese agrio integrismo. Antes al contrario, con frecuencia el pusilánime es persona comprometida, que hace muchas cosas, pero a quien se le podría decir aquello que nos cuenta el Evangelio que dijo Jesús a Marta: que se afanaba en multitud de tareas, dejando de lado lo único en verdad importante.

¿No es verdad que la pusilanimidad nos alcanza cuando se enturbian los ojos de la fe? Y los ojos de la fe se oscurecen cuando dejamos de lado la oración. Si no vemos con la mirada de Dios, es lógico que cualquier pequeño insecto nos parezca un monstruoso leviatán. Fijémonos por un momento en Dan Brown y su infumable panfletillo, El código Da Vinci —¡pobre gran Leonardo!—, que admite paralelismos ideológicos con La brújula dorada, también como fenómeno económico y mediático: el muchacho se hizo de oro. Aquel engendro pseudo-literario, carente de todo rigor —a pesar de su auto-cacareada labor de documentada investigación previa— y, sobre todo, muy mal escrito, tuvo en jaque y asustó a algunos, que ni siquiera habían leído el libro, y que creyeron que sus páginas tumbarían la fe de muchos. Débil fe la de alguien que sintiese desfallecer su vida en Dios a causa de tamaña majadería.

No. El problema no es dogmático o doctrinal, ni tan siquiera de índole estrictamente espiritual. La actitud hostil con que se está recibiendo La brújula dorada deriva de un raquitismo estético arraigado en algunos sectores del catolicismo actual, y del amplio desconocimiento de nuestra propia Tradición y de la historia de la Iglesia, carencia que se ha convertido en auténtica ignorancia entre los fieles desde hace décadas. No conocemos la Escritura, y apenas si hemos leído el Nuevo Testamento en su totalidad. A día de hoy son muy pocos los que conocen a fondo los documentos del Vaticano ii, doctrina que apenas se explica desde los púlpitos. Ya casi nadie emplea el latín y muy pocos saben realmente qué es eso del Magisterio. Con o sin Pullman, la película y los libros actuarán sobre una carencia cultural atroz y galopante, de manera que pocos serán capaces de decodificar el mensaje. Los católicos damos a menudo la impresión de no saber de qué palo somos astilla, quiénes fueron los héroes que nos han precedido en la senda de la fe, de qué concreto matiz es la sangre que embellece la túnica del Cordero. Nadie en este país, en los últimos treinta años, ha sufrido martirio por causa de su fe. Acoso, quizá; denigración, puede que sí; mas no muerte. Pero es que si así fuera, ¿acaso no habíamos sido avisados? ¿No se llamó «bienaventurados» a quienes padecieran por causa de la verdad y la justicia? Entonces, ¿de qué nos asustamos? Pretender que los que viven como si Dios no existiese nos dejen en paz, o no nos señalen como signo de contradicción, son quimeras acomodaticias y entelequias a lo Peter Pan. Esta época concreta es la que nos ha tocado vivir en toda su plenitud, la que Dios quiere que llenemos con su mensaje de salvación, también en el concreto mundo de la cultura, el arte y la belleza.

El analfabetismo creciente que se ha aposentado a sus anchas en nuestra sociedad, hijo del bienestar y del neoliberalismo capitalista occidental que —sin darnos cuenta— llevamos grabado a fuego en las entrañas, se ha colado también por las rendijas del alma de muchos. Es fácil proclamar la propia fe el domingo —sólo el domingo, y en la iglesia—, a la par que se vive como nadie, ajeno al amor de Dios, a los gozos y sufrimientos de otros, o atento sólo a desgracias que casi siempre suceden lejos de nuestras poltronas. ¿A cuántos no nos tiembla ya el pulso mientras cenamos tranquilamente viendo por televisión escenas de muerte, odio y miseria en todo el mundo? Este cierto infantilismo en la fe, que lleva a considerar que ser cristiano equivale a poco más que tener buenos sentimientos, no hacer mal a nadie y dar limosna, se nota muy especialmente en la falta de paladar para la Belleza, para el Arte y para todo lo que tenga que ver con el cultivo del espíritu, lato sensu, una tarea que exige siempre sacrificio y esfuerzo.

A este respecto, ¿no es elocuente la elevada media de edad de los que acuden a misa a diario? ¿Dónde están los jóvenes, que precisan de la Belleza para enamorarse de Dios y del mundo, en esos años clave de su evolución como personas? La estética de lo católico se ha transformado en algo cutre, apocado y rancio, que repele más que atrae, desde la liturgia al arte sacro. Los católicos hace ya mucho tiempo que cedimos la plaza de la cultura prácticamente sin lucha, como si se tratara de un territorio que no nos perteneciese. Desde bastante antes de las vanguardias artísticas del siglo xx,[1] vivimos de las rentas, creyendo que la belleza que la práctica de la verdad cristiana alumbró en el pasado, se mantendrá por sí sola, aun en medio de la tempestad, siendo como es en la actualidad un débil y vacilante pábilo. ¿No será que hemos suavizado tanto el mensaje del Señor, acomodándolo a “los tiempos”, que ahora apenas somos capaces de aceptar la radicalidad del seguimiento de Jesús que Él mismo nos pide, por ejemplo, en aquellas palabras literalmente evangélicas, es decir, que son “buena noticia”: «El que quiera venir conmigo, niéguese a sí mismo, cargue con su cruz de cada día y sígame»?

Si en cada cristiano no hay una capacidad verdaderamente informada para el contraste intelectual, muchas películas de Hollywood y muchos de los best-sellers de turno serán demonizados una y otra vez por pura y simple gandulería intelectual, por pereza e ignorancia. Pero demonizar es propio de almas raquíticas. Lo grande, lo noble, lo católico en sentido etimológico, es abrir el corazón a todo y a todos. ¿No resulta chocante que tratemos a palos a quien consideramos el “enemigo”? No fue ése el mandamiento nuevo que recibimos de Jesús.[2] Si es verdad que el señor Pullman pretende escribir una historia anti-católica —aunque creo más bien que este autor identifica erróneamente creencia con jerarquía, lo cual no deja de ser una enorme muestra de incultura e infantilismo de otro signo—, ¿no será acaso la hora de rezar por el señor Pullman? ¿No deberíamos superar este problema por elevación, enseñando a nuestros hijos, a nuestros alumnos, a saborear el arte verdadero, preparándonos mejor nosotros por medio de una auténtica catequesis de la belleza de amplio espectro, en vez de montar piquetes a la entrada de las salas de cine? Ver, leer, contemplar, para luego criticar con ánimo constructivo. Ya son demasiado persistentes estas luces de bengala que, periódicamente, señalan y anatematizan tal o cual peligro, en vez de utilizar los acontecimientos estéticos, sea cual sea su calidad, como aldabonazos para hacer examen de conciencia, o como faros potentes para construir una cultura renovada y atractiva que nazca de la Luz que es Dios.

¿Para cuándo una super-producción a partir de los relatos de Chesterton, de la Divina Comedia o de los cuentos de George MacDonald? ¿Cuándo veremos dinero de católicos —y no sólo el de Mel Gibson— produciendo buen cine, cine Bello, Arte hermoso, aunque no se trate de adaptaciones de vidas de santos o de relatos de la Escritura? ¿Para cuándo una cadena de televisión ajena a toda ñoñería, que en verdad ofrezca una programación audaz, atractiva, normal? Es hora de dejar de lamentarse, que es siempre estéril. Estamos asustados por una pandilla poderosa y bien organizada de ignorantes más o menos malintencionados, que hacen una y otra vez su agosto a costa de nuestra pasividad, del olvido de nuestra razón de ser, de nuestra historia y tradición. Y hemos perdido de vista que lo que mueve a muchos de ellos es simplemente la recaudación, y no el valor de los relatos. A veces, ni tan siquiera la malicia. ¿O qué creemos que están reclamando los guionistas de Hollywood en esa huelga que cabalga ya hacia su segundo mes? Un trozo más grande del pastel; nada más, nada menos.

Engaños estéticos y fuegos de artificio de fácil digestión
Por tanto, quizá sea la hora de que los católicos adoptemos una posición más constructiva, una visión más positiva de las cosas y los sucesos. En el mundo del arte, los engaños y la falta de calidad se revelan solos, como sucedía en el cuento de los hermanos Grimm sobre aquel rey desnudo a quien sólo se atrevió a desenmascarar un niño. ¿Quién se acuerda ahora de El código Da Vinci? ¿Ha dejado la Iglesia de ser lo que es por su causa? ¿Ha afectado de algún modo aquel cúmulo de chorradas al dogma? ¿Alguien pensó que Tom Hanks solito podría hacer lo que ni siquiera lograron algunos emperadores de Roma, Stalin o Hitler? ¿No se nos ha prometido la prevalencia de Cristo hasta el final de los siglos? ¿Por qué tenemos miedo? Creo que lo que causa miedo en ciertos sectores acomplejados del catolicismo actual, o de un cristianismo un tanto fundamentalista, es la vistosidad y el poder que muestran estos fuegos de artificio, que cuentan con enormes plataformas de propaganda, promoción y control en todo el mundo. Hay, incluso, quienes se asustan de la omnipresencia de estos pseudo-productos en los medios de comunicación. Sin embargo, es justamente eso lo que cabía esperar. Las multinacionales del mercado audiovisual aspiran al control del producto desde su génesis creativa hasta su exhibición y venta. Así funciona el negocio; porque es sólo negocio. Hace ya años que la verdad desapareció del espectro de aspiraciones de muchos artistas, vaciando de sentido la belleza que sus obras pudiesen reflejar y transmitir.

La permeabilidad al engaño es, quizá, mayor que nunca en nuestra época. La democratización cultural a la baja, la facilidad acomodaticia para conseguir el capricho de manera instantánea, para banalizar la vida, nos ha convertido en fácil presa de la ignorancia. Desde el punto de vista de la profundidad y autenticidad de sus preocupaciones, un ateo actual dista años luz de un ateo de los años veinte o treinta del siglo pasado. Hoy día las dudas no se suelen plantear tanto en términos del dogma, cuanto en el orden de la vida práctica, de la frívola superficialidad infantiloide que exige a Dios actuar como una ONG, y al cristianismo no ser más que una empresa solidaria de reparto de excedentes alimentarios, ropa y juguetes. En nuestra época muchos que se dicen ateos son sólo —¡qué tremenda responsabilidad para nosotros, creyentes!— personas desencantadas al ver en qué hemos convertido los cristianos el sublime mandato del Señor. ¿No será que muchos de nosotros estamos también des-encantados?

Como literatura, La brújula dorada es un relato que, sencillamente, no soportará el paso del tiempo. No es una herejía, ni una nueva encarnación del mal, y tampoco un peligro para la fe de nadie. Se trata de un cuento maniqueo y simplón, con un fuerte tufillo a gnosticismo panteísta, en el que se observa que Philip Pullman no ha entendido demasiado bien la relación metafísica entre Dios y la Creación, la autonomía ontológica del cosmos, y mucho menos el pecado y la entraña misericordiosa de la Redención. Ni que decir tiene que su comprensión de la Iglesia es esperpéntica, tributaria más bien del resentido retrato decimonónico de la Inquisición que debemos a Llorente —historiador que había sido ministro de José Bonaparte—, que a la verdad teológica sobre la Esposa de Cristo. Estas novelas y sus equivalentes adaptaciones cinematográficas han sido concebidas como producto de consumo, elaboradas cuidadosamente a la medida de los receptores del mensaje. Los ingredientes son los de casi siempre en el mundo del folclore y las mitologías antiguas, especialmente las orientales, pero banalizados: un mundo paralelo, una heroína prácticamente indefensa ante los todopoderosos malos-malísimos, un poderoso talismán que proteger, una misión que adopta la forma de un viaje iniciático, la salvación del mundo frente a las ansias de poder de los esclavos de sí mismos.

En la versión cinematográfica, más de lo mismo: una puesta en escena espectacular, los consabidos movimientos de cámara vertiginosos sobre decorados digitales, un reparto de lujo, violencia y sustos innecesarios anejos a los efectos de sonido; y poco más. Pura seducción y aturdimiento sensitivo. Lo justo para dejar boquiabiertos a unos espectadores cada vez más lerdos, cada vez menos exigentes, cuyo paladar estético está cada vez más estragado. Y así, la película, que es realmente entretenida, no oculta sus vergüenzas estéticas: es bastante plana en cuanto a la definición de los personajes, sus motivaciones e intereses, e incluye unas cuantas incoherencias de guión realmente de bulto. También el ritmo de la narración fluctúa entre desiguales altibajos y caídas de tensión, dando la sensación —habitual en las películas de Harry Potter— de que hay tanto que contar que “no da tiempo”, y se lleva al espectador con la lengua fuera de un sitio a otro. Con todo, créanme: hay que ir al cine muy precavido contra ella para ver en los diálogos, la puesta en escena o el planteamiento ese beligerante anti-catolicismo del que se nos quiere proteger. Véanla y juzguen ustedes mismos, por favor.

Insistiré una vez más, aun a riesgo de parecer pesado, o incluso de serlo. La brújula dorada es cine de palomitas, un producto comercial, no artístico, destinado a llenar los cines aprovechando el tirón mediático de la Navidad, y esa tonta necesidad de “entretener” —qué estúpido concepto— a los niños durante las vacaciones a la que tan permeables nos hemos vuelto los cristianos, y a saciar los afanes de lucro del estudio que produce la película, engordando los bolsillos del señor Pullman en concepto de derechos de autor, y las cuentas corrientes del equipo de producción. Nada más. No hay nada en el Magisterium que huela a amenaza o crítica contra la jerarquía de la Iglesia más que para quien ya se sentía amenazado. No hay peligro más allá de los ojos que ven sombras en todas partes, pues cada uno lleva consigo sus propios complejos, y arrastra penosamente las sombras de su propia tristeza.

A modo de conclusión: eternidad del Mito y esperanza
Pienso que, como católicos, lo importante ante este tipo de fenómenos mediáticos es que tomemos conciencia de cuáles son nuestras carencias como espectadores, como lectores, como criaturas artísticas; es decir, como seres para la Belleza —lo cual no tiene nada que ver con ser “consumidores de arte”, que es lo que aspiran a engendrar las multinacionales del ocio—. Los mitos, las grandes historias, lo son porque su valor sapiencial es eterno. Engarzan nuestras vidas, en cuerpo y espíritu, con ese otro nombre de la eternidad que es la Verdad. Esa Verdad se refracta al ir de mente en mente, como un Blanco único que admite ser contado de muchas maneras. Los grandes mitos nunca mueren porque son verdad, y la verdad es —hace mucho que se nos anunció esto— eterna. La Verdad en Persona nos lo desveló al revelarse a Sí misma conformando, precisamente, la Historia de la Salvación: el Cuento por antonomasia, el Mito con mayúscula. Y, puesto que sólo las obras de Arte que en verdad lo son están llamadas a perdurar, quizá sea ya la hora de dejar de “verlas venir”, aprovechando el tiempo para prepararnos estéticamente, para convertirnos de nuevo en degustadores de la excelencia artística. Es tarea que sólo depende de nosotros. Juan Pablo ii y Benedicto xvi nos lo han dicho en repetidas ocasiones: la Belleza de Dios ha de ser eje central de la predicación del mensaje divino a las gentes en este nuevo milenio. Ése es el norte hacia el que cada uno debería dirigir su propia brújula dorada de cristiano. Y alejar, mientras tanto, todo temor.


Eduardo Segura Fernández es licenciado en Historia moderna y doctor en Filología. Es autor de una breve biografía de Tolkien, titulada J.R.R. Tolkien, el mago de las palabras (Casals 2002), y de El viaje del Anillo (Minotauro 2004), que contiene el texto revisado de su tesis doctoral. Ha editado, junto a Guillermo Peris, Tolkien o la fuerza del mito: la Tierra Media en perspectiva (LibrosLibres 2003), traducción de las actas del Congreso del Centenario de Tolkien, celebrado en Oxford en 1992; y en colaboración con Thomas Honegger, Myth and Magic. Art according to the Inklings (Walking Tree Publishers 2007). Es asimismo autor de un estudio sobre C.S. Lewis y Narnia (Guía de lectura de El León, la bruja y el armario, Cénlit 2008). Entre sus proyectos se encuentra un volumen conjunto sobre la adaptación de El Señor de los Anillos dirigida por Peter Jackson, así como la elaboración de un extenso ensayo sobre Lewis y Tolkien y la influencia de la Gran Guerra en su poesía. Actualmente es profesor de Estética y de Filosofía Política en el Instituto de Filosofía Edith Stein, en Granada. edusegura@yahoo.es

[1] Es evidente que ha habido numerosas excepciones, como Gaudí, Chillida, Le Corbusier o Mainé. Pero, en líneas generales, se puede afirmar rotundamente que estamos muy lejos de los siglos de esplendor de una fe vivida que se transformaba naturalmente en Arte. La convicción de que el mundo se nos presenta henchido de ambigüedad y polisemia, de belleza, brilla por su ausencia entre muchos círculos católicos que se limitan a un juicio exclusivamente ético-moralizante, a menudo mojigato, de las obras artísticas y de la vida cultural.
[2] Cfr la nueva encíclica de Benedicto xvi Spe salvi, n. 29, en la que se cita uno de los sermones de san Agustín sobre la necesidad de la humildad y la vigilancia en la caridad para no creerse mejor que nadie, sino servidor de todos. En esa actitud vive y crece la esperanza libre de temores.

1 comentario:

Reme Planes dijo...

No soy una intelectual ni he visto la película, me he encontrado este artículo buscando información sobre esta película, pero intento eso de: "Ver, leer, contemplar, para luego criticar con ánimo constructivo." Si algunos sectores del cristianismo tienen miedo de que una película pueda matar a su religión entonces es porque ignoran sus propias creencias.
Muy bueno el artículo.
Reme